lunes, 25 de octubre de 2010

Carta



Querido hijo:
Aún no has nacido y ya te amo.
Mi corazón se llena de dicha pensando en el momento en que te pueda abrazar y ver, el momento en que mis labios te llenen de inmensurables besos, ver la redondez de tu rostro, ver tus manos buscar las mías, ver tus labios buscar mis pechos para alimentarte…
Ahora mismo estás encerrado en el palacio que es mi cuerpo, dónde estás a salvo de todo peligro, dónde sólo yo oigo tus pensamientos, dónde sólo yo te puedo alimentar, dónde sólo yo noto tus movimientos, dónde a través de mí intuyes el resto del mundo y la gente te intuye en mi silueta.
Pienso en todas las cosas que quiero darte y en las que no podré, pienso en la de lunas que oirán con nosotros los cuentos que te relataré e inventaré para ti, pienso en el hombre que serás en el futuro, pienso en la de mujeres que me robaran tu cariño y tu amor y en todas las que pensaré que no estarán a tu altura pero a las que querré, únicamente porque tú las ames. Pienso en el prestigio que tendrás, no por lo que estudies o hagas, si no sólo por ser tú y ser mi hijo, pues para mí serás la persona más grande de este mundo, serás la persona que ilumine mi día a día desde el momento que te oiga llorar y buscar el latido de mi corazón al que tan acostumbrado estás y que tanto te apaciguará cuando salgas de la fortaleza que he creado para ti.
Querido hijo, me despido ya, pues parece que ahora tienes prisa por venir, esperando poder abrazarte pronto, te mando el primer beso de muchos.
Te ama incondicionalmente, tu madre.

Adios


Le di la última calada al cigarro, aspiré su humo nocivo y le dejé entrar en mis pulmones. Vi cómo se acercaba alguien más para darme el pésame.
—Lo siento mucho—un abrazo para reconfortarme— siempre se van los mejores— ya ni le oía—la verdad que no somos nadie…
—Me disculpas
Entro en la habitación donde te encuentras dormida, para mí lo estás, aún no me hago a la idea de tu marcha, no puedo hacerme a ella, ayer reías conmigo y hoy…
—Hola—alguien más a decirme que lo siente—te acompaño en el sentimiento.
No me molesto ni en mirar quién es, hoy para mí son todo extraños, me gustaría que no hubiera nadie, estar a solas contigo pero sé que es imposible, eras… ¡¡NO!! Eres una persona maravillosa, porque para mí aún ERES, para mí no te has ido, no puedo dejar que te vayas, me da igual que estés dormida en ese horrible féretro, me da igual que todo el mundo me dé el pésame, me da igual que todo el mundo te llore…para mí aún estás aquí.
Me acerco a tu hermana y le pido por favor que me deje solo en la habitación, que intente hacer entender a la gente que necesito estar solo contigo, que necesito despedirme de ti solo.
Cierro la puerta, apoyo mis manos en ella cerrándolas en un puño frustrado, en un puño lleno de ira, pienso que no es justo, me giro despacio, suspirando para poder hacerme a la idea de que te veré dormida y… ¡te veo!, me estás sonriendo, esa sonrisa tuya que iluminaba mi vida, esa sonrisa tuya que siempre regalabas a la gente para hacer que se sintieran tan especiales, para hacer que se reconfortaran, esa sonrisa tuya que amare siempre.
—Te dije que me verías.
Tu voz me envuelve, me acaricia…las lágrimas queman mis mejillas, no puedo hablarte porque sé que si lo hago te irás. Me acerco despacio a ti, miro tus ojos, en los que me perdía horas viendo lo feliz que eras.
—Te amo
Es lo único que te puedo decir, es lo único que mi corazón me deja decir, intentó acariciar tu rostro, volver a sentir tu suave piel…pero desapareces.
—Yo también.

domingo, 24 de octubre de 2010

No todo es lo que parece


El caballero tiró una y otra vez de su caballo que no hacía por moverse del camino.
—¡¡Vamos!! ¡¡Debes caminar!!
El caballo se sentó sobre sus posaderas para demostrarle al caballero que no se movería.
—¡¡Eres una haragán!! ¡¡Un vago!! ¡¡Debemos llegar antes que él!!
Por respuesta sólo tuvo un relincho de su montura. El caballero comenzaba a estar irritado con él, tenía que llegar al castillo y romper la maldición de la pobre Aurora que se encontraba dormida desde hacía 100 años

Desde que su abuela le había hablado sobre ella cuando era niño se había enamorado de esa leyenda y quería ver con sus propios ojos si todo era cierto.
Pero el cabezota de su caballo no andaba, no quería ir, ¿acaso olía peligro? Siempre que lo había olido se había comportado de esa forma.
—Eres un cobarde— le dijo en un suspiro— Sólo me gustaría saber si la leyenda es cierta, ¿tan difícil te es de entender caballo cabezota?
—No— habló el caballo— no me es difícil de entender que quieras saber si esa doncella existe, pero a mí no me apetece ir, es todo y te recuerdo que tengo un nombre que tú mismo me pusiste, Truf, no me gusta pero es lo que hay.
El caballero miró atónito al caballo, cayó de bruces en el camino, abrió los ojos todo lo que pudo de incredulidad.
—¿Hablas?—tartamudeo.
—Si no estuvieras tan ocupado en ser mejor que tu primo, me habrías escuchado antes, pero el egoísta siempre has sido tú.
El caballero se mesó los cabellos, se pasó la lengua por sus labios secos, se levantó como pudo pues la impresión aún le duraba.
—¿Me ayudarás, Truf?
—No, ya te lo he dicho, si quieres ver que esa princesa existe, ve tú. Enfréntate al dragón que según tu abuela le custodia, evita las espinas ponzoñosas y todas esas pamplinas, pero yo de aquí no me muevo.
—¿Y si te prometo una yegua bonita?
El caballo relinchó a modo de risa.
—¿Aún no te diste cuenta que me gustan los machos?

Carnaval


Miraba con el corazón en un puño, veía como las máscaras iban y venían a su alrededor, de algunos veía sus risas, de otros sus ojos, pero no la encontraba.
Se había soltado de su mano en la marea de gente, se dio cuenta, se giró y ya no estaba, desde entonces su corazón se había encogido, su mente estaba histérica trayéndole imágenes de psicópatas, pedófilos y demás monstruos.
Tenía que encontrarlo, cómo fuera, tenía que hacer que aquellas máscaras le ayudaran pero no le escuchaban, pensaban que era parte de la fiesta, pensaban que era un borracho… ¿dónde estaba?
Volvió al punto exacto donde se había soltado, giró, volvió, miraba a las máscaras, empujaba, gritaba ayuda, paraba a todos los niños con o sin máscara, preguntaba, volvía sobre su pasos una y otra vez, gritaba su nombre.
Y le vio, agarrado a una máscara anciana, comiéndose un algodón dulce, con las mejillas coloradas y surcadas de lágrimas. Le abrazó, le comió a besos y dio las gracias a la máscara.

Emperifollarse


— ¡Helena!—la llamó sin obtener una respuesta— ¡Helena! ¿Qué estás haciendo?
Seguía sin responder y la buscó por la casa, primero miró en la parte de abajo sin resultados. Subió las escaleras despacio sin que se la oyera, ya sabía dónde estaba.
Entreabrió levemente la puerta del baño y la vio reflejada en el espejo.
Una niña rubia de ojos azules de cinco años jugando a ser mayor. Le había cogido un collar largo que llevaba coquetamente sobre su vestido azul, ese que le ponía para grandes ocasiones y que a ella le encantaba por el vuelo de la falda. Se había colocado una horquilla en el pelo. Estaba sobre su taburete y en el suelo se encontraban unos zapatos de tacón alto que imaginó que se pondría luego.
Tenía mucho colorete rosa en sus pequeñas mejillas, una sombra azul que le enmarcaba todos los ojos, ahora estaba cogiendo un pintalabios rojo mientras tenía una conversación imaginada con su marido.
—Helena—le dijo con una gran sonrisa— déjame que te enseñe a ponerte guapa para salir a cenar, ¿quieres?
— ¡Sí mamá!— le dijo entusiasmada la niña— ¡Tengo una cena muy importante!

sábado, 23 de octubre de 2010

Las aventuras terminan


Ella sólo había sido un hada reparadora pero había vivido aventuras increíbles junto a Peter Pan, su mejor amigo, hasta había sentido algo que era mucho más grande que ella, pero le había dejado marchar junto a Wendy hacía mucho.
Entró sin ser vista a la iglesia paseó su mirada por los asistentes y pudo reconocer a duras penas a Michael. Se entristeció al recordar cómo había oído de labios de Wendy que el pequeño John había muerto y cómo Peter abrazaba el pequeño oso de peluche que éste se había llevado al País de Nunca Jamás.
Le vio, su corazón se aceleró estrepitosamente, su mente vagó por todas las aventuras que habían vivido y de sus ojos salieron amargas lágrimas, alguien le ofreció un pañuelo, le dio las gracias a la persona para descubrir que era Tigrilla, la princesa india.
Los dos novios, ahora marido y mujer, empezaron a salir de la iglesia y la vieron, Peter se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla.
—Gracias por venir Campanilla, para mí era importante, espero que puedas cuidar tu sola de los Niños Perdidos.
Campanilla le dedicó su mejor sonrisa, terminando de limpiar sus lágrimas.
—Pronto iré al orfanato a ayudarte—le dijo Wendy—cuando volvamos del viaje.
Les vio partir en el coche y sin darse cuenta se abrazó a James H. Garfio, el padre de Peter.